Tuesday, June 2, 2009

Mi personaje inolvidable

Este texto lo escribí en septiembre de 2004...


Se levantó de la mesa de la cocina y camino los 10 metros que separan a ésta de su ventana con vista a la calle. Acomodó unos almohadones y apoyó unas revistas y unos diarios en la mesa del living. Se sentó en un banco de madera que da a la ventana y me invitó a sentarme a su lado. Con la ternura y dulzura que es su característica primera me dijo: “hoy te toca a vos contarme una historia” a lo que yo le respondí que le iba a contar la mejor de todas, “te voy a contar la historia que me quedó de tu vida”. Con menos minuciosidad y, quizás, más admiración que otra cosa es lo que intento hacer aquí, en menos líneas de lo que merece.
Ese día a la tarde, mi abuelo ni se imaginaba que sería el día que más iba a aprender de la vida, aquel día en que ambos reconoceríamos el legado abuelo-nieta y el día que más se iba a emocionar. Así es él: ama a sus nietos como nadie y él mismo los admira, cuando en verdad es al revés que debería ser.
Según lo recuerdo, no hace mucho tiempo atrás tomé consciencia de lo importante que era él para mí, de la herencia que me deja (aún en vida) y que él mismo puede disfrutar en las charlas: mi amor por las letras.
Siempre le gustó la literatura, desde chico. Allá en “mi Concordia que me vio nacer” –como dice él –jugaba con la pelota de trapo y leía El Rosedal de las Ruinas que me regaló esa misma tarde, cuando descubrió que su vida era un cuento, tanto por sus verdades como sus fantasías. Es que le tiembla la voz cuando me cuenta del baldío donde jugaba a la pelota con sus amiguitos, de los kilómetros que caminaba para robarle las naranjas al de la entrada al pueblo, de las veces que “esa maestra” lo tuvo que bajar de las nubes.
Es un abuelo, pero no como cualquier otro. Es sencillo y humilde, es honesto, sincero y caritativo, comprensivo, emprendedor, alegre y vivaz: eso es lo que nos dejó a todos sus hijos y nietos, lo más valedero. No usa los dientes postizos de arriba y cualquier bebé de 15 meses tendría una dentadura más numerosa que la suya. No camina despacio, aunque sus 84 años le pesen un poco en la espalda y en los ojos: su mayor dolor. Esa vista que le impide leer los libros que más ama y aquellos a los que desea amar.
El fervor por las letras no fue lo único que lo movió en su vida, también amó la física. Sin embargo, los tiempos eran otros y la sociedad no admitía cualquier estudiante. La universidad fue pospuesta por su religión y proveniencia, y aunque luchó debió cambiar su vocación.
Chilibí no pudo estudiar y, cuando me lo cuenta se me inundan los ojos. Pero lo dice feliz “por suerte conocí a tu abuela, tuve tres hijos y ahora tengo siete nietos. La familia sigue creciendo y pronto tendré el doble.” Hace metáfora el amor con el que sus nietos van haciendo su propia familia.
Cuando yo era bebé, mi mama me dejaba en su casa y me recostaba en su cama: toda la manzana se enteraba. Ese día el negocio abría más tarde, hasta que ése fue su horario habitual. Ahora, en la calle lo reconocen y lo llaman “Felipe” (la traducción del nombre turco “Chilibí” al castellano). Lo paran en la calla y él me lo relata orgulloso y quizás un poco fantasioso.
Cuenta su vida con fuerza, emoción y ese dejo de tristeza y nostalgia que hace de sus historias una emoción constante. Sin titubear me dice todo, no deja de contar absolutamente nada y lo hace con esa inocencia que le da el vaso de güisqui que llenó hace más de 90 minutos y todavía sigue en la mesa, ya sin el hielo, esperando el sorbo final (e inicial).
Con los años, fui descubriendo que el panzón de pelo, a duras penas, canoso, con esos anteojos gigantes marrones, con su boina, bufanda tejida a telar y sobretodo o con camiseta y pantuflas es un abuelo al que le gustan las historias, tanto que convirtió su propia vida en una. Por eso, cuando cuenta algo, todo tiene un tinte de verdad y un tinte de fantasía.

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